jueves, 12 de enero de 2023

"Analizando el sentido de la esperanza " - Lisandro Prieto Femenía

El que tiene un por qué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo 
            F. Nietzsche

Todos hemos escuchado alguna vez una frase tornada en cliché que versa “la esperanza es lo último que se pierde”. Generalmente, aceptamos cordialmente el mensaje e incluso le damos nuestra aprobación, pero ¿sabemos por qué es lo último que realmente nos queda? En la presente oportunidad quisiéramos reflexionar en torno a este concepto de esperanza, entendiéndolo no como un placebo en tiempos de autoayuda y de circulación de frases estimulantes por redes sociales, sino como un elemento de nuestra existencia que es vital para dar sentido cabal a nuestras vidas finitas. 

Para comprender el origen del precitado refrán, debemos remitirnos momentáneamente a la mitología griega, en particular al mito de la caja de Pandora. Recordemos por un instante a Prometeo, el titán amigo de los mortales por haber robado el fuego a los dioses y entregárnoslo para su uso. Por supuesto tal regalo no fue gratuito, y el titán recibió el castigo divino mediante una figura femenina, creada especialmente para seducir a cualquier mortal: Efesto se encargó de moldear una figura perfectamente sugerente con arcilla; Atenea la cubrió elegantemente de finos y atractivos ropajes y Hermes le infundió la facilidad de seducir y manipular. Se trataba de Pandora quien, tras recibir vida mediante el soplo de Zeus, fue enviada a la tierra de los hombres con una caja misteriosa que no debía ser abierta. Eventualmente Prometeo, a pesar de estar al tanto de los posibles peligros que corría por haber deshonrado a los dioses, no puede evitar enamorarse perdidamente de la preciosa creación divina. Tras haberse unido con Prometeo, Pandora no pudo soportar su curiosidad y tomó la decisión de abrir la caja que Zeus convenientemente le había legado. De ella emergieron una serie de males que azotarían y atormentarían al mundo: hace su aparición en la existencia terrenal la maldad y la ambición. Al intentar cerrar la caja, la bella creación de los dioses percibió la presencia de un pequeño espécimen, un pájaro, que representaría lo que queda en el fondo del cubículo que contenía tantas desgracias: se trata de una representación alegórica de la esperanza.  

Tras culminar el ciclo propio del calendario gregoriano podemos apreciar que circula sin cesar un “buen estado de ánimo” sustentado en el deseo de renovación de las esperanzas para este año que comienza. Si bien es sin duda agradable el sentimiento de renovación, ¿qué cambia realmente? Al respecto del mito precedentemente enunciado, el filósofo alemán Friedrich Nietzsche interpretó que la esperanza, lejos de ser un “bien” remanente entre tanta miseria, es en sí el peor de los males, puesto que no hace otra cosa que prolongar el estado de sufrimiento de los hombres. En este caso en particular, el pensador alemán estaría destruyendo la noción de “esperar” sin acción mediante, sin conocimiento intercesor y sin voluntad concreta de poder de cambio (su problema es contra la espera irracional que estira situaciones insoportables, evitables totalmente). 

Viktor Frankl (1905-1997) tomará de Nietzsche específicamente la reflexión que pondera el “por qué” que le otorgamos a nuestra existencia (el sentido) para hacer especial hincapié en el “cómo” (los avatares que atentan permanentemente contra el sostenimiento de dicho sentido). En su obra “El hombre en busca de sentido”, nos devela un aspecto fundamental de nuestra existencia: sólo hay esperanza cuando hay sentido. Una existencia sin sentido, nada espera, puesto que su expectación se ha diluido en la renuncia a la posibilidad de otorgar valor a su existencia. Y créame, querido amigo lector, cuando uno ha estado en un campo de concentración nazi, es muy difícil mantener con caudal la fuente de esperanza y sentido.  

Lo que Frankl nos legó con su obra y su vivencia personal como prisionero nos indica el camino para comprender esto que tan trivialmente nos deseamos los unos a los otros: aún en los tiempos más oscuros de nuestro transcurrir transitorio, siempre habrá en nosotros algo que absolutamente nadie nos podrá quitar, a saber, la plena y total libertad de decidir qué sentido le daremos a nuestra vida (y a nuestra muerte), sea cual fuere la circunstancia que nos toque atravesar. 

Como podemos apreciar, sin búsqueda de sentido y libertad genuina, no hay chance de tener verdadera esperanza. Esperar que las cosas mejoren, ya sea por sí solas o por nuestro esfuerzo, no es tener esperanza en absoluto. Se vive esperanzado cuando se sabe que a pesar de acontecer resultados totalmente opuestos a los esperados, nuestra existencia mantendrá un sentido por el cual vale la pena continuar luchando.  

Ahora bien, y siguiendo el razonamiento de Schopenhauer, ¿es posible tener esperanza sin contar con una plena consciencia de la realidad del mundo en el que estamos arrojados? ¿Es posible enfrentar el sufrimiento propio de la existencia finita cuando nos aferramos a distorsiones y distracciones intrascendentes? En fin, ¿se existe, plenamente, cuando uno vive en un estado de total distracción y aturdimiento? De ser así, ¿qué sentido le estaríamos dando a una vida cuya esperanza radica en el vacío permanente de la novedad? En palabras del mismo Frankl “el factor determinante es la decisión: la libertad de elegir siempre, incluso cuando nos limitan económica, física, moral o incluso judicialmente. Pero he aquí el desafío de la era de la post-verdad: no es necesario estar encadenado, enjaulado y/o torturado para vernos limitados en nuestra capacidad de acción libre, puesto que los grilletes y las mordazas que hoy se estilan, nos las colocamos nosotros mismos, por libre y placentera elección mediática de una renuncia voluntaria al pensar (y su consecuente renuncia voluntaria al actuar, puesto que un ser social que no piensa en clave de comunidad organizada, poco podrá realizar por sí y por los demás). 

Frankl nos dirá que para romper esos condicionamientos es crucial que dejemos de percibirnos como “algo”, sino como “alguien”. La diferencia radica en que “algo” (ente) puede ser completamente determinado a voluntad, mientras que “alguien” (ser) tiene apertura a una responsabilidad y libertad autónomas inquebrantable al punto que ni siquiera la desesperanza pueda doblegar. Esta pérdida de la esperanza no es más que el sufrimiento sin mediación de propósito o significado: sufrimiento a secas, muy común cuando el individuo no puede (aunque quiera y lo desee profundamente) ver o encontrar propósito alguno en la circunstancia en la que se encuentre. Frankl estaba convencido de la posibilidad de moldear el sufrimiento para tornarlo en “logros” o fenómenos significativos, aun cuando no existan pruebas o evidencias concretas que avisten la mínima chance de poder lograrlo. Convertir las tragedias en triunfos personales ha sido básicamente el predicamento de toda su vida y obra, y ello se debe básicamente a la convicción que él tenía de que lo único que tiene sentido en nuestra existencia es nuestro “para qué” vivir y no aquello “por lo qué” vivir.  

Ante lo expuesto es necesario entonces plantearnos por un segundo qué sentido tiene preguntarnos “¿por qué me sucede esto a mí?”, reflexión recurrente cada vez que la vida nos ha dado un cachetazo de esos que nos hacen temblar. Pues bien, amigos míos, ante semejante inquietud la contra respuesta es “¿por qué no habría de tocarme esto a mí?”, tamizada por el hecho de que debemos ser críticos ante el discurso existencialista nihilista que nos vendía la idea de que debemos aceptar y soportar con coraje heroico el supuesto absoluto sinsentido de nuestras vidas (Sartre) y pensar que tal vez lo que es sano aceptar es nuestra propia incapacidad de reconocer sentidos supremos que exceden a nuestro caprichoso deseo personal e individualista de existir de un modo determinado.  

Es cierto, nuestra capacidad de acción es finita y limitada, puesto que nunca estamos completamente libres de condicionamientos biológicos, psicológicos, económicos o sociológicos. Aun así, es fundamental que comprendamos que el poder de la esperanza radica en la libertad última y suprema, intransferible e imposible de quebrar, que no es otra que la libertad de elegir con qué actitud nos enfrentaremos ante tales panoramas que exceden a nuestra voluntad: cómo reaccionamos a la condiciones que no pueden ser cambiadas, depende de nosotros pura y exclusivamente por intermedio de la convicción de que si no podemos cambiar la situación, siempre tendremos el libre poder de construir nuestra entereza ante ella. Seguramente, es difícil, pero ¿acaso no vale la pena siquiera intentarlo? 


"La amistad en tiempos de Avatares"

No hay un amor más grande que el dar la vida por los amigos

Juan 15:13-17

En la presente oportunidad intentaremos reflexionar en torno al concepto de “amistad” desde una perspectiva filosófica que nos permita comprender cómo es posible el vínculo amistoso en una sociedad que ha abrazado fuertemente el individualismo rapaz y la pérdida (casi total) de atención que nos prestamos los unos a otros.

Los aportes de la filosofía podrían ser interesantes desde un punto de vista pedagógico, considerando que la formación de nuestros infantes sobre el asunto de la amistad podría estar atravesada por la búsqueda del claro discernimiento entre vínculos mutuamente beneficiosos y desinteresados y de aquellos que se dan únicamente por una finalidad utilitaria en conformidad a un fin pragmático concreto.

En ese sentido,  Aristóteles (384-322 a.C) nos legó una guía sencilla sobre este asunto, distinguiendo al menos tres tipos de relaciones sociales vinculadas a la amistad. En primer lugar, nos dice que la amistad utilitaria responde estrictamente a un interés particular o mutuo, y su duración y calidad dependerá de la consecución o no de los objetivos propuestos entre las partes. Es interesante explicitar este aspecto porque al momento de evaluar las amistades tenemos que tener en claro que el hecho de tener asuntos en común no nos obliga para nada a sostener prolongadamente un nexo con una persona. Eso sí, ambas partes deben tener claro que se trata de un acuerdo práctico con miras a la consecución de fines, de lo contrario podrían haber malentendidos.

En segundo lugar, Aristóteles nos menciona el tipo de amistad que nos causa placer, gozo, diversión o simple agrado mediante la compañía circunstancial de ciertas personas. En este caso puntual sucede casi lo mismo que en la amistad utilitaria: una vez terminada la experiencia satisfactoria, generalmente por el contexto y la madurez de las personas, se concluye la amistad como tal. Dijimos previamente “madurez” porque no a todas las personas nos sucede que nos divierte lo mismo durante toda la vida: habréis podido apreciar que hay personas que se ríen de los mismos chistes o disfrutan de la remembranza de las mismas anécdotas, sin importar la edad o el paso de los años, mientras que otros van mutando sus gustos con el tiempo. Más de uno de nosotros hemos tenido amistades en la adolescencia que nos han hecho pasar momentos maravillosos, pero al mirar atrás nos damos cuenta que fue una amistad circunscrita a un momento determinado de nuestras vidas.

Por último, nuestro filósofo nos indica que el modelo más importante de amistad es aquel que está guiado por la virtud y se va formando mediante un esfuerzo mutuo (recíproco) en vistas claras a la búsqueda de la excelencia (areté). En otras palabras, se trata de la construcción de una relación que nos hace ser mejores, en lo individual y en lo comunitario simultáneamente. Este tipo de vínculo sólo es posible mediante la honesta prudencia que permite que nos valoren de manera ecuánime como nosotros también apreciamos a los demás: es el milagro de sentir alegría genuina por el bienestar y éxito de otro ser que, a su vez, espera sentir lo mismo por mí.

Evidentemente, el concepto de amistad está estrictamente ligado al de felicidad en cuanto que contar con el privilegio de la buena amistad -que nada tiene que ver con la cantidad, sino con la calidad de las relaciones que se van entablando en la vida- apunta necesariamente a la búsqueda mancomunada de una vida plena (bien común, básicamente). Como habrán podido apreciar, esto de la amistad trasciende el simple contacto con una persona o más, sino que es la base de toda construcción comunitaria: una sociedad que no sabe construir amistad jamás podría entonces constituirse en “pueblo” o “nación” en tanto que el conjunto de los vínculos estarían destinados a regirse por un utilitarismo extremo que nos ha colocado en un punto en el cual absolutamente toda exigencia quiere convertirse en derecho al mismo tiempo que toda obligación es considerada un atropello reaccionario.

Al igual que todo aquello que vale la pena en la vida, la amistad es fruto de un proceso pedagógico que se debe cultivar desde la infancia, puesto que representa un aprendizaje fundamental para que nuestros hijos sean capaces de percibir en los otros parte de aquello que valoran de sí, pero también lo digno de valorar por fuera de su propio ego  y sean críticamente capaces de “clasificar” dichos vínculos al momento de enfrentar la realidad en compañía de esas relaciones sociales que se entablen criteriosamente a lo largo del tiempo.

Ahora bien, podemos mínimamente concordar en que  actualmente estamos atravesados por una virtualización de las relaciones sociales, mediadas particularmente por el individualismo promocionado intencionalmente que nos ha hecho creer que “el otro” es simplemente un depositario de nuestro relato y emociones, impidiendo al menos un esbozo de diálogo sensato en el cual “el uso” del oído de los demás se ha vuelto una obsesión insoportable: ¿no han notado que cada vez con más frecuencia la gente sólo habla de sí misma y de su circunstancia, mostrando un desagradable desinterés explícito por cualquier circunstancia que le resulte externa, aun tratándose de un vínculo amistoso o familiar?

¿Qué clase de amistad es posible sin diálogo? Como bien sabemos, el diálogo no es la simple y vana conversación circunstancial, es el conocimiento  a través de  un vínculo que requiere la participación activa y coherente de más de una persona. ¿Con cuántos individuos puedes tú tener éste tipo de comunicación? La obsesión de querer ser vistos y escuchados nos ha llevado a un límite patético en el cual es explícito y vergonzoso el desinterés profundo que demostramos por el aprendizaje mediante un diálogo constructivo con otro ser humano. Lo paradójico de ello es que en medio de semejante auto-atomización a la que nos hemos sometido voluntariamente, acudimos a “ayudas” externas que nos indiquen medianamente el camino o nos brinde herramientas de socialización: no es casual del boom editorial de piezas de autoayuda que se centran específicamente en tu persona individual pero que olvidan categóricamente algo fundamental, que es que el eje debería estar puesto en “el otro” con el cual yo también me constituyo. Evidentemente, este tipo de manual de instrucciones relleno de recetas mágicas destinadas a una masa amorfa de personas (perdiendo totalmente de vista las vicisitudes que nos hacen ser únicos) si bien no ha dado resultados para mejorar nuestra forma de relacionarnos, ha brindado una especie de consuelo y esperanza individualista que tiene la misma vida útil que un yogurt con frutas.

En tiempos no tan lejanos, los consejos venían dados de redes sociales de carne y hueso conformados por amigos presenciales, padres, hermanos y vecinos. La sociabilidad que habíamos conseguido, sin pantallas ni likes de por medio, garantizaba de cierta manera que uno tuviera amparo ante alguien cercano. Cuando el individualismo empezó a arrasar el terreno de esa sociabilidad comunitaria y las relaciones se fueron virtualizando, las personas comenzaron a perder el hermoso beneficio de disponer de la compañía de otro mortal con quien pudiésemos llorar, pedir un consejo, confesar una situación personal que nos aqueja o disfrutar de una compañía mutuamente virtuosa al mismo tiempo que comenzamos a buscar salvavidas externos: profesionales de la salud mental o consejos de desconocidos mediante libros de autoayuda.

No estaría mal recuperar el valor de la amistad mediante el diálogo fructífero y valedero, pero ello implica, como todo lo bueno y necesario, trabajar pedagógicamente con los jóvenes haciendo particular hincapié en que los vínculos sociales significativos demandan una inversión de tiempo y de suma atención en pos de una búsqueda permanente de la felicidad y no en la obsesión de la inmediatez de novedades que nos brinda el universo de los objetos reales y virtuales, los cuales se conquistan con el simple hecho de la compra, mientras que la amistad depende de factores estrictamente racionales, emocionales, afectivos, comunicativos e incluso vitales.

A diferencia del consumo emocional que responde a la innecesaria premisa consumista de cumplir con las experiencias impuestas por figuras mediáticas, la amistad responde a una apuesta por una construcción de sentido existencial que nos permite seguir adelante, en significativa compañía, cuando todo parece estar perdido. En tiempos en los cuales absolutamente todo pretende venderse como una construcción social arbitraria, la filosofía no alineada con discursos globalizantes nos invita a un doble movimiento: retornar al origen del significado de “amigo” como otro que se constituye conmigo vitalmente por un vínculo de aprendizaje mutuo y beneficioso, como también afilar el lápiz de la crítica el momento de reflexionar en torno a la crucial diferencia entre compañía real, amistad y virtualidad en tiempos en los cuales ya no es sencillo distinguir en “los otros” el avatar que se muestra de la persona que allí se esconde.

miércoles, 26 de octubre de 2022

"Degustar o deglutir la vida"- Lisandro Prieto Femenía

La existencia auténtica denota el modo de ser en el que el hombre comprende  

que él es posibilidad, que puede apropiarse y responsabilizarse de su existencia;  

en la autenticidad el hombre se resuelve, 

 elige adueñarse genuinamente de las posibilidades que se le abren  

Heidegger 

 

Martin Heidegger (1889-1976) caracterizó lo que él llamó “existencia inauténtica” mediante un rasgo fundamental del “ser-ahí” (nosotros), al que nominó “avidez de novedades”. Se trata de un interés permanente (e insoportablemente esclavizador) de buscar “lo nuevo”, la primicia, lo más reciente, es decir, vivir una vida en estado de “actualización permanente”. Pero a diferencia de los dispositivos móviles, que de no actualizarse dejan de funcionar correctamente, los seres humanos si evitamos ese tipo de existencia, podemos vivir perfectamente, e incluso mejor. 

¿De qué sirve la moda, la tendencia, el best-seller del momento, la novedad? Sirve. Sí, sirve. Su utilidad radica fundamentalmente en lograr que no nos detengamos a reflexionar sobre absolutamente nada, experimentando una inautenticidad placentera que nos permite tratar solamente la superficie de las cosas y jamás su fondo, su profundización y razonamiento cabal. Sirve, para evitar pensar demasiado. Una persona obsesionada únicamente por la noticia del día, el lector serial de memes y de “primicias” de vidas de los otros difícilmente se tomará el tiempo de detenerse a reflexionar sobre el significado de aquello que consume con tanto placer. José Pablo Feinnman caracterizó, en su interpretación de Heidegger, a ese estado existencial definido por ese estar pasando de una cosa a la otra de forma acrítica con el adjetivo de “errancia” (del latín “errantis”, que no da con el blanco, que divaga, equivocarse y fallar). Contrariamente al modo de vida zombi (alienación de conciencia), el pensador alemán recomendaba “estar en guardia” ante la habladuría y la curiosidad invocada por la intrascendencia que representa el consumo innecesario de bienes materiales y culturales vaciados completamente de sentido. 

Ahora bien, ¿es posible escapar a la cegadora fuerza de atracción de la avidez de novedades? Previamente dijimos que es necesario hacerlo, pero la posibilidad de hacer caso omiso y resistir a esa existencia no resulta nada fácil. Al estar insertos en un mundo (ser-entre-otros) naturalmente tendemos a acomodarnos, mimetizarnos, o al menos acostumbrarnos de alguna manera al acontecer de la época en la que nos toca vivir. Sólo es posible hacer una lectura crítica de nuestro tiempo siendo conscientes de nuestra temporalidad: Heidegger nos interpela a pensar nuestra finitud para ser conscientes de aquello que realmente vale la pena y poder así distinguir lo necesario de lo accesorio. 

Pero antes de referirnos a la finitud como concepto esencial (no sólo de la filosofía), nos detengamos a pensar sencillamente en nuestro tiempo, y cómo lo percibimos. Si hay algún rasgo general con el cual podemos caracterizar nuestra percepción del tiempo es la instantaneidad, representada fielmente por internet y su implacable velocidad: nos parece que todo circula al instante inmediato de ser hecho o dicho (o, en sociedades de control permanente, de ser grabado y publicado). Lo que se perdió por el modo de vida preponderante de la prisa es la valoración propia del “trayecto”, el “mientras qué” (o “mientras tanto”), el proceso, el tiempo real que se insume y se vive para llegar a algo. Eso sí, a no confundirse, cuando decimos que es crucial prestar atención al proceso temporal pretendidamente borrado por la banalidad de las novedades no nos referimos en absoluto a lemas como “la vida es eso que pasa mientras estamos haciendo otros planes” (John Lennon). Es más, me animo a expresar que el pensar nuestra finitud desde una mínima pretensión de autenticidad existencial es todo lo contrario: es la falta de proyecto (lo que el hipismo denosta llamando “planes”) lo que nos ha llevado a las cercanías del vaciamiento de sentido en nuestras vidas individuales y como sociedad (PD: es muy fácil vivir sin planificar cuando uno tiene resuelta su condición económica). 

Un rasgo muy propio de nuestras sociedades actuales, atravesadas por los signos del “progreso”, es una pérdida que experimentamos (seamos o no cabalmente conscientes) y es que nuestro tiempo no da lugar a las experiencias. En este punto es interesante el planteo que nos regala Reyes Mate, quien nos dice que vivimos en una época en la que recolectamos vivencias, pero no tenemos experiencias: al finalizar nuestra jornada tenemos un cúmulo de información, provista por cuanto medio sea posible (radio, TV, periódicos, redes sociales, etc.) pero jamás llegamos a procesarla justamente porque sentimos que no tenemos tiempo. Mientras que las vivencias son golpes instantáneos, la experiencia es un proceso dirigido por el sosiego que logra integrar, con sabia perspectiva, lo que vemos o vivimos (no en vano, en culturas que aún perduran a pesar de todo, la vejez es caracterizada por ese temple, que sólo es posible por intermedio de la experiencia). 

De la misma manera que es necesario masticar correctamente y degustar apropiadamente un buen platillo, la vida (temporalidad) requiere de experiencia para ser vivida apropiadamente. Y ese vivir apropiado tiene que ver con no transcurrir, no pasar, no llevar a viejos con una vida llena de nada en nuestro haber. Tomarse el tiempo de aprender un oficio o simplemente de desmenuzar una buena película dista bastante del modo de vida propio del consumo de tutoriales para pelar papas y de las maratones de series en un día. Podrán apreciar esto, queridos lectores, si hablan con alguien mayor, es decir, que vivió su juventud sin Netflix ni YouTube, sobre alguna obra en particular: tendrán clara noción de los diálogos fundamentales, el contexto histórico de la trama y de la época en la que fue estrenada, recordarán fielmente gestos y frases completas. Ello fue posible porque no tragaban, sino masticaban y disfrutaban bocado a bocado la obra de arte, y la vida en general, o al menos lo intentaban. 

No queda duda que nos ha tocado estar vivos en un tiempo que tiene muchísimas ventajas, pero, como dice Reyes Mate, hemos perdido la capacidad de gestar experiencias justamente porque hemos optado por atorarnos de vivencias que se acumulan de prisa al extremo absurdo de sentir realmente que no tenemos una gota de tiempo, que vemos agotarse no a la velocidad del reloj de arena, sino de internet, el sumo representante fáctico de la instantaneidad. El peligro aquí radica en que los “baches de tiempo” que quedan entre lo que queremos hacer y lo que terminamos haciendo son considerados un desperdicio, una pérdida de tiempo: entenderán esto todos aquellos lectores que de niños hayan realizado un viaje largo en coche, sin tener en vuestras manos una Tablet, un móvil o un Ipod, motivo por el cual no nos quedaba otra opción que recurrir al diálogo entre los ocupantes del cubículo y la contemplación de una realidad externa (paisaje) o, en el peor de los casos si viajábamos en soledad, solíamos transportar material de lectura (y algunos cargábamos cuaderno y pluma, por si se nos ocurría plasmar nuestras ideas en un papel, no en Twitter). 

¿Qué hemos ganado viviendo en el paradigma de la velocidad sin límite? ¿Si tardamos menos en hacer algunas cosas que antes nos demandaban más tiempo, por qué sentimos que no tenemos tiempo? Sin tiempo para la reflexión, sin tiempo para pensar ¿qué trato le damos a la muerte? Y con esto retomamos a Heidegger, y su obsesión por pensar nuestra finitud como carácter esencial del ser-ahí, porque la muerte representa la aniquilación de todas nuestras posibilidades. Si hemos nacido para vivir, pero la vida en sí misma debería ser una preparación para la muerte (y la muerte es parte de la vida) ¿por qué nuestra cultura pretende borrarla? 

Invisibilizar la posibilidad de la muerte, que revela nuestra finitud (existenciario capital para comprendernos como seres inmerso en un mar de posibilidades), no logra otra cosa que la distracción permanente (“errancia”), tan necesaria para tenernos cautivos en un círculo interminable de consumo innecesario y de incesante irreflexión, motor de nuevas economías que ya no esclavizan en las fábricas (solamente) sino también mediante modos de vida que exprimen nuestra temporalidad, nos alejan de la comunidad y nos individualiza en una pantomima vacía llamada “aldea global”, donde todos creemos tener voz y nadie dice absolutamente nada que impacte significativamente en nuestras vidas y en la de los demás (y así nos va). 

Pues bien, como siempre hemos señalado, la filosofía nos invita en esta oportunidad a vivir por uno y por los demás siendo conscientes que vale la pena poder expresarse por cuenta propia y no bajo el imperio del “se dice” propio de las habladurías ni la sujeción coercitiva de la presión propia de la “vida actualizada” de la avidez de novedades. Nadie puede morir por nosotros, y nadie puede vivir en nuestro lugar. Por más distracciones agradables que se presenten, la vida es fáctica, única, finita y jodidamente efímera y si no pretendemos hacer un mínimo esfuerzo por saborearla, sólo nos queda tragar, a saber, vivir una vida llena de nada, ¿suena horrible verdad? Pues es devastadoramente común. Piénsalo. 

jueves, 20 de octubre de 2022

"Vivir para servir, o servir viviendo"- Lisandro Prieto Femenía

“Es mejor morir de hambre habiendo vivido sin dolor y miedo,  

que vivir con un espíritu atribulado, en medio de la abundancia” 

Epicteto 

En la presente oportunidad nos interesaría invitarlos a reflexionar desde la óptica de los estoicos sobre un asunto que se ha impuesto en cotidiano cuando no debería serlo necesariamente: el estrés y la hiperactividad como forma de vida recomendada por el paradigma de la vacua e intrascendente notoriedad que produce la ficticia utilidad mediática que representamos mediante la difusión de nuestro accionar. 

Sin pretender invadir campos del saber que nos resultan ajenos, podemos sintetizar que el stress, el concepto de estar inmersos en una cotidianidad que nos cansa mediante una permanente ocupación, se torna en problema cuando el quehacer que succiona casi la totalidad de nuestro tiempo responde a satisfacer una necesidad externa y no a una pasión que nos envuelve en un tipo de vocación que nos arrastra placenteramente a una actividad creativa y productiva. Dicha problemática surge cuando la hiperactividad se impone como producto de moda y de modo de vida que ha logrado sustituir el esclavismo clásico por la auto-explotación del sujeto como aparente método de realización personal. 

Al respecto, Séneca ( 4 a.C- 65 d.C) nos dirá que estar constantemente ocupados no tiene que ser necesariamente bueno, en el sentido estricto en que dicha forma de vida nos estaría distrayendo de aquellos aspectos de la existencia que son realmente relevantes. Para lograr comprender este razonamiento, es crucial, en primer lugar, detener la marcha automática y pensar que no todo es importante: que hagamos cosas no implica necesariamente que sean trascendentes, significativas necesarias, interesantes o útiles. O, en palabras simples, casi nunca cantidad se traduce en calidad. 

La recomendación estoica interpela permanentemente a centrarse prestando atención a lo que hacemos, por qué cómo lo hacemos, para qué lo hacemos y para quién lo hacemos. Estar “ocupado” por inercia o para brindar a una sociedad virtual una imagen de utilidad ficticia es básicamente una estupidez: tranquilamente todos pueden estar realizando simultáneamente actividades totalmente intrascendentes, por más llamativas que sean o por más likes que reciban. 

Ante ello, podríamos realizar un pequeño ejercicio: en calma, silencio y soledad, nos realizamos la hipotética pregunta: “si hoy fuera mi último día de vida ¿querría estar haciendo esto?”. Estimados lectores, hagan el intento de registrar sus actividades diarias ya sea en un listado material o mental al caer la noche durante al menos una semana y procedan a concluir honestamente si aquello que más tiempo les lleva cotidianamente está o no mejorando vuestras vidas o, de ser posible, con coraje pregúntense a ustedes mismos si querrían hacer lo que suelen hacer hasta el último día de sus vidas.  

Un pequeño ejemplo de ello sería poder analizar cuántas horas diarias dedicamos al consumo visual de los contenidos de redes sociales. Imaginen por un instante que un hado del destino les comunica que fallecerán mañana a esta hora e interpélense inmediatamente: ¿querría pasar así mi último día en este mundo? Es muy probable que la mayoría de la gente diga que no. Pues bien, si la respuesta es no, estamos en condiciones de empezar a quitarle tiempo a esa actividad.  

Los estoicos dirían que lo único que está bajo nuestro control son nuestras opiniones, juicios y decisiones, y no la de los demás. Las opiniones de otros tal vez puedan resultarnos interesantes e incluso podemos aprender algo de ellas, pero no son más que eso, son perspectivas y juicios sobre las cuales no tenemos el más mínimo control o poder. Ahora bien, si nos pasamos la vida buscando la aceptación y aprobación de la percepción que tienen otros de nosotros (ser notables, famosos, vistos, considerados por los demás), lo que estamos haciendo, básicamente, es tirar a la basura una cantidad considerable de nuestro precioso tiempo ya que es bien sabido que la fama es extraordinariamente volátil e ingrata: un día te van a vitorear en un contexto determinado y otro día, por cualquier razón circunstancial, puedes tener un ejército de críticos que se vuelven en tu contra. La pérdida constante de tiempo en este tipo de banalidades que nos venden como necesarias nos obliga a centrarnos y preguntarnos: ¿por qué me importa esto?, ¿qué estoy haciendo y por qué lo estoy haciendo? 

Ahora bien, no es necesario que caigamos en malas interpretaciones: las redes sociales no son más que herramientas, y es el uso que le damos lo que propicia las consecuencias que retornan. El tiempo que hemos decidido otorgar al uso de dicha herramienta depende exclusivamente de la utilidad que tomamos de las mismas o del placer que nos proporcionan. En este sentido, podremos apreciar que la excusa por excelencia de muchísimos adultos del uso de las redes sociales es como medio de contacto con familiares que viven en otros continentes. Incluso en aquellos casos, su uso puede y debe ser regulado racionalmente: así vivieran a pocas calles de nuestra casa, no estaríamos permanentemente en contacto o enviándonos fotos y videos.  

En todo caso, siempre es fundamental colocar una limitación temporal, incluso si el uso es laboral, promocional o académico, puesto que la idea es no perder innecesariamente la unidad de medida primordial de la vida en estado de existencia: el tiempo. En ese sentido, los estoicos nos enseñaron que una herramienta es eso y nada más, un "útil-para", y cada cual decidirá si las utilizará correcta o incorrectamente. Evidentemente el dispositivo no nos dirá jamás como debemos usarla, aunque en el caso de las redes sociales nos hace permanentemente sugerencias (a las cuales les recomiendo enérgicamente ignorar intencionalmente).  

Epicteto (55 d.C- 135 d.C) nos brindará un claro panorama sobre lo precedentemente señalado, indicando en sus "Discursos" una reflexión que tal vez pueda resultarnos relevante: si tienes dinero, ¿qué vas a hacer con él? La moneda por sí sola no te lo dirá, porque es una simple herramienta que acumulamos ya sea por el placer mismo de acopiar o por la necesidad de hacer cosas con él: comprar bienes y servicios. Por sí mismo, es un objeto que carece de valor propio, motivo por el cual desde la óptica estoica no tendría sentido alguno dedicarle completamente la vida al acopio de algo cuya utilidad carece de sentido una vez que hayamos partido de este mundo. No, amigo lector, yo sé lo que tal vez está pensando: no es una doctrina comunista o hippie, sino una forma de vida que le presta atención a lo estrictamente necesario y no le rinde culto a lo esencialmente accesorio en cuanto que el dinero no es el oxígeno que llena nuestros pulmones o da sentido a nuestra corta existencia sino simplemente un medio para un fin concreto (al igual que lo son tantas otras cosas que reciben reverencias cual deidades de antaño). Agustín de Hipona (parafraseando a Séneca) supo traducir e incorporar al cristianismo lo precedentemente señalado al decirnos que no es más rico quien más cosas posee, sino el que menos cosas necesita. 

Frente a la cultura de la exposición mediática, prudencia, frente al estilo de vida alienado completamente de un sentido trascendente, razón y ante la esclavitud propia de sistemas económicos y culturales, sencillez y sensatez. Como habrán podido apreciar, el desapego a lo innecesario es el motor del pensamiento estoico y no es casual su relectura en nuestros tiempos. Por un breve instante tratemos de recordar que el mismísimo Marco Aurelio, emperador el imperio romano (equivalente a ser presidente de los Estados Unidos o de alguna potencia militar y económica de Europa u Oriente), era sin duda alguna una persona con un poder considerable y, sin embargo, le preocupaba el hecho de la adulación constante que recibía en lugar de gozarla y sacar provecho de ella. Las fuentes históricas y sus escritos nos dan bastantes pruebas de que, a pesar de su fama, intentó ser lo más justo posible en el trato cotidiano con la gente. En sus Meditaciones nos interpela drásticamente: "Alejandro el Macedón y su mulero, una vez muertos, vinieron a parar en una misma cosa; pues, o fueron reasumidos en las razones generatrices del mundo o fueron igualmente disgregados en átomos". En otras palabras, “recuerda que Alejandro Magno, que era mucho más importante de lo que eres tú, aun así, murió”. Abocar una tan corta existencia a la búsqueda desesperada de fama y prestigio a cualquier costo no haría otra cosa que renunciar al principio de individuación propio que nos lleva inevitablemente a olvidarnos a nosotros mismos y a quienes decimos amar. 

Prueba clave de ello es cuando tenemos la posibilidad de conversar con alguien a quien se sabe tiene sus días contados. La pregunta que retumbará en su cabeza no será ¿cuántos seguidores de Twitter tengo al día de hoy? sino más bien ¿de qué cosas puedo estar orgulloso, ahora que tengo que partir? ¿qué dejo atrás? Creedme amigos, quien está en los portales de la muerte sólo puede pensar en aquello que hizo y su relevancia, cómo han sido sus relaciones sociales reales, con su familia y amigos y no la opinión de una horda de seguidores que, si bien tienen nombre y apellido, en el plano de la vida, son meras ilusiones virtuales intrascendentes.  

Ante la incesante oferta y demanda de soluciones mágicas ofrecidas por corrientes editoriales que acercan brebajes de autoayuda masiva, el estoicismo ha sobrevivido con sus ideas a más de dos siglos y medio justamente porque su invitación a vivir mediante un pensamiento coherente que busca un sentido de la existencia en la tácita y definitiva realidad contundente de una finitud que, lejos de asustarnos, debe ser un permanente recordatorio que nos cachetee fuerte e insistentemente en la posibilidad de convertir el efímero destello de vida que nos toca en algo significativo.  



"Vivir bien, conforme a nuestra naturaleza"-Lisandro Prieto Femenía

"Lo innecesario, aunque cueste un solo céntimo, es caro" 

Séneca 

Cuando Zenón Elea (490-430 a.C) nos decía que debíamos vivir “conforme a la naturaleza” no se refería en absoluto al hábito posmo progre que abraza árboles pensando que así evita la contaminación, o las prácticas de no bañarse o rasurarse, ni mucho menos el abandono de la posibilidad de acceder a más años de vida mediante la vacunación preventiva ante enfermedades letales. A los estoicos les interesaba comprender qué tipo de ser es el ser humano en su particularidad propia: ¿qué es lo que nos hace únicos y en qué nos diferenciamos de otros seres? o bien ¿por qué somos el único ser que se pregunta por su ser? 

Friedrich Nietzsche (1844-1900) en Verdad y mentira en sentido extramoral nos dirá que nuestro rasgo distintivo es haber inventado la verdad (a la cual interpreta como “error útil”). Pero los estoicos señalaron que lo que nos hace ser fundamentalmente lo que somos es nuestro rasgo de “ser social” que tiene capacidad de razonar. Decir que somos “sociales” indica que por más que podamos sobrevivir por nuestra cuenta de manera individual, con muchísimas dificultades, sólo es posible la prosperidad en el marco de la convivencia comunitaria. Es mediante el contacto permanente con otros, la interacción y el razonamiento que podemos empezar a comprendernos primariamente en cuanto seres. Ahora bien, el hecho de que tengamos la posibilidad de razonar no implica necesariamente que lo hagamos de la manera más correcta y eficiente.  

Habiendo considerado esos dos aspectos propios, nuestra sociabilidad y nuestra capacidad de raciocinio, es que podríamos esbozar lentamente que una “buena vida” es aquella en la que somos capaces de aplicar la razón para prosperar en una comunidad. Una vida humana que vale la pena es aquella en la que se decidió no renunciar a la razón para disociarnos de la sociedad, sino más bien todo lo contrario: no es concebible dignidad alguna atomizando al ser individual de su ser colectivo, justamente porque la prosperidad de uno impacta necesariamente en el bienestar de todos.  

Nada de lo precedentemente señalado es comprensible si no encaramos primariamente lo que tanto Aristóteles como los estoicos comprendían como “ética de la virtud”, que no es más que la faceta moral del individuo inserto en una sociedad que mueve la completitud de sus decisiones mediante cualidades que le son intrínsecamente propias: esa “buena vida” que mencionamos recién nada tiene que ver con el nivel de consumo de bienes y servicios, sino con la búsqueda permanente de una vida que se incline a la felicidad auténtica (no sólo al gozo).  

Por ejemplo, para Aristóteles la virtud es el sustento de las mejores acciones y pasiones del alma, que nos predispone a realizar correctamente nuestros actos y nos condiciona a obrar bien, conforme a la recta razón, la cual es posible únicamente mediante una disposición que es intelectual y a su vez moral, llamada prudencia. Esta última es la responsable de conciliar nuestro conocimiento con nuestras acciones de manera proporcionada, es decir, coherente: hacer lo que decimos a los demás que deben hacer y decir que hay que hacer lo que realmente hacemos. Parece un trabalenguas, pero básicamente es una interpelación moral para que no seamos hipócritas y dejemos de decirle a los demás que hagan cosas que nosotros no hacemos o hagamos lo que nosotros mismos, boca para afuera, decimos que es correcto hacer.  

Como habrán podido apreciar, esta ética de la coherencia es una forma de vida contraria a la tan ponderada moral de doble estándar que impone a los demás reglas que puertas adentro no se cumplen (no creo que sea necesario dar ejemplos de esto, todos los que hayan tomado la decisión de leer estas líneas saben perfectamente qué se siente cuando nos discursean con la ética de la austeridad personajes que tienen mayordomos, chóferes, chefs, secretarios y ayudantes varios, pagados con contribuciones al fisco). 

Ante la pregunta “¿por qué leer a los estoicos hoy, en pleno Siglo XXI?” es preciso indicar que este enfoque de la vida nos señala que debemos mejorar como personas si pretendemos vivir en una sociedad medianamente equilibrada. Para los estoicos, si bien la formación intelectual y moral es un proceso de reflexión y de hábitos individuales, es inconcebible el primado de un individualismo moral que exige todo de los demás sin importar lo que uno haga. Este tipo de lecturas nos permiten ser críticos de una cultura que nos quiere hacer creer que cualquier capricho puede convertirse en derecho y ninguna obligación es digna de ser respetada en pos de un bien común en el cual se intente equilibrar la balanza de las injusticias innecesarias, fruto del abandono voluntario del pensar y del participar cívico y comprometido. 

Ahora, si bien es cierto que Epicuro (341-270 a.C) puso mucho énfasis en la importancia de la amistad y en las relaciones, su meta era básicamente minimizar el dolor en la vida. Una lectura rápida e incorrecta de ello puede indicar que los epicúreos eran hedonistas, amantes del placer y la vida libertina, pero por supuesto que no era así. Intentaban evitar el dolor mental y físico, y para conseguirlo, su consejo era evitar involucrarse demasiado en la cosa pública (política), puesto que las relaciones sociales propias de ello de una manera u otra terminan causando dolor, traición, decepción y frustración (¿les suena familiar?). Ahora bien, como siempre he sostenido en casi todos mis escritos, de poco sirve evitar el dolor intentando aislarnos del mundo cuando es, justamente, dicho alejamiento de la sociedad lo que ha producido que legiones de idiotas nos gobiernen y nos causen tantos pesares (recordemos que “idiotes”, del griego, se refiere al ciudadano que no se ocupaba de ningún asunto público sino solamente de sus pretensiones e intereses privados). 

Como se puede apreciar, las lecciones de los estoicos nos indican dos vías que confluyen en una autopista central: conocernos a nosotros mismos de manera cabal, ser autónomos y autosuficientes, formarnos en virtudes y ser coherentes con nuestra naturaleza racional y, simultáneamente, ejercer dichas virtudes en pos de una vida social que, si bien nunca será perfecta, debe tender siempre a un bien común. El “vivir mejor” al que se refieren los estoicos nada tiene que ver con el “sálvese singularmente quien pueda”, sino que representan una serie de pautas de pensamiento y conducta, una invitación a la “buena vida” que no nos asfixie ni nos quite las ganas de encontrarle sentido a nuestra existencia (y vaya que lo tiene).

domingo, 18 de septiembre de 2022

"Discutiendo la cultura del etiquetado moral" – Lisandro Prieto Femenía

"Cada vez que estés a punto de señalar un defecto en otra persona,  

hazte la siguiente pregunta:  

¿Qué defecto en mí se parece al que estoy a punto de criticar?" 

Marco Aurelio, Meditaciones. 

Hoy quisiéramos reflexionar en torno a un problema filosófico interpretado bajo la óptica de los estoicos y que consiste básicamente en la dificultad que representa aceptar la idea de que nadie hace algo malo a propósito, o que el mal proviene de la ignorancia. Cuando se trae esta discusión, siempre alguien sale ofendido o enojado. Veamos por qué.   

Sócrates (470 a. C. - ib., 399 a. C.)​​​​sostenía que “sólo hay un mal, la ignorancia”. Sin embargo, si observamos la palabra griega “amathia”, que no necesariamente debe traducirse lineal y literalmente como “ignorancia”, sino más bien como la ignorancia propia del estúpido que, a pesar de ser letrado en ciertos campos del saber, decide voluntariamente suspender el juicio criterioso y prudente. El intelectualismo moral de Sócrates explicará que la gente hace cosas malas por falta de sabiduría (no por ignorantes de “no saber lo que están haciendo”), es decir, por no tener comprensión cabal de qué es lo correcto. La sabiduría, en al menos una de sus tantas definiciones, sería entonces el conocimiento de lo que es correcto y lo que no. Ahora bien, a pesar de explicar esto, la gente suele tomarlo bastante mal y se inclina generalmente a malinterpretarlo con falaces analogías que nos lleva a sostener que, por ejemplo, Hitler no fue “poco sabio”, en el sentido precedentemente señalado, sino que era malo y punto. Discutamos eso. 

Generalmente sucede que la mayoría de la gente que hace “cosas malas”, no se dan cuenta que “están mal” haciéndolas. Veamos la figura del típico villano: se mira en el espejo y se pregunta ¿qué cosas malas puedo hacer hoy? Pues bien, aunque es reconfortante pensar que existen personas así, ya que nos daría una justificación racional (incorrecta) de un provisorio “por qué” del mal, es sin dudas una forma banal de esquivar el pensamiento profundo. Ni siquiera Hitler hacía eso frente al espejo, y lo sabemos porque tenía entre sus tantos hábitos, dejar plasmado por escrito lo que pensaba: él estaba convencido de que tenía razón tras el desprecio global que recibió Alemania al finalizar la Primera Guerra Mundial. En su acotado y mediocre pensamiento, indicó que uno de los culpables de la situación por la que atravesaba su nación era el pueblo judío y convirtió ese razonamiento distorsionado en una justificación para su actuar. En cierto sentido, logró convencerse a sí mismo y a gran parte de su pueblo (puesto que no llegó hasta donde llegó estando en soledad) que le estaba haciendo un gran favor a Alemania resolviendo “esos problemas”, que no son más que deducciones equivocadas de una mente enferma. 

¿Se equivocó? Sin ninguna duda. ¿Deberían haberle relevado del cargo lo antes posible? Desde luego. ¿Hizo bien la humanidad en luchar contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial? Por supuesto. Pero, incluso hablando de maldad y, sobre todo de este nivel de maldad, si sólo juzgamos diciendo: “son malos y punto”, nos estamos negando a entenderles. Y si no entendemos por qué la gente hace el mal, no vamos a entender la próxima vez que suceda algo similar y vamos a cometer los mismos errores una y otra vez. 

Otro ejemplo histórico puede ayudarnos a comprender la idea: cuando sucedieron los atentados del 11 de septiembre de 2001, otra mente magníficamente talentosa para argumentar equivocadamente y tomar decisiones en consecuencia, George W. Bush sostuvo: “nos odian porque somos libres”. Pues bien, detrás de tan bonito slogan, se esconden muchísimos motivos que llevaron a que sucedieran los ataques que marcaron un antes y un después en la historia de la era moderna: las políticas norteamericanas en Oriente Medio en las últimas décadas previas, la presencia de tropas americanas en Arabia Saudita y en terrenos considerados sagrados para los musulmanes, etcétera. Muchísimos motivos que jamás sostuvo un portavoz oficial de Estados Unidos, pero que tampoco justifican lo acontecido. En otras palabras, es claro que se pueden tener malos motivos para hacer ciertas cosas o tener buenos motivos y aun así terminar haciendo algo malo. El desprecio a Alemania al culminar la Primera Guerra Mundial se tornó “un buen motivo”; no querer tropas americanas en tu país también podría considerarse una “una buena motivación”, pero todo ello no significa que la respuesta correcta a esos problemas fuera el genocidio o un atentado terrorista. 

Al poner continuamente la etiqueta de “malo”, lo que hacemos es deshumanizar a esas personas a la vez que nos estamos negando a intentar comprenderlas. Si no entendemos a los demás, nos chocaremos contra la misma pared incesantemente, justamente porque no desconocemos sus “motivos” o porque tal vez no sea conveniente que dichos motivos puedan contextualizarse y racionalizarse de alguna manera. Ante una situación que avizora la mínima epifanía de conflicto, responder cosas como “lo hacen porque son malos” es evitar completamente un esbozo de respuesta, puesto que poner etiquetas no se acerca jamás a la comprensión de una situación. Y si de poner etiquetas hablamos, nuestro tiempo presente es un gran representante en cuanto que, si hoy alguien dice algo cuestionable respecto a temas considerados “incuestionables” por el espíritu de la época, inmediatamente le ponemos el mote de racista, fascista, homofóbico, etc. En el camino etiquetador facilista, no entendemos nada, justamente porque se trata de una demostración de nuestra incapacidad de lidiar con una persona que no piensa exactamente lo mismo que yo, y mucho menos de entender, a pesar del desacuerdo, por qué piensa así.  

Ante semejante panorama, Marco Aurelio (121​- 180 D. C​) nos dirá que tenemos dos opciones ante la gente que consideramos “malvada”: enseñarles, o soportarles. Siempre es recomendable intentar la primera: explicarle a la persona que su proceder no es correcto por los motivos correspondientes. Ahora bien, si educar no fuese posible, porque a muchas personas les gana la necedad propia del orgullo que produce la ignorancia petulante que grita “¡No tengo nada que aprender de ti ni de nadie!”, pues bien, será entonces necesario soportarlas.  

En los casos puntuales en los cuales no se puede dar un acto de comprensión y corrección mediante la sabiduría, lo que se suele hacer es apartar de la sociedad a los ciudadanos cuyos comportamientos eran violentos o destructivos. En ese sentido, los estoicos no estaban en contra de usar la violencia en los casos en los que sea estrictamente necesario, siempre y cuando se considere dicho uso como “la última opción”. Podemos encontrar un paralelismo con la filosofía del cristianismo, el cual indica la máxima “odia al pecado, no al pecador”: la idea es similar en cuanto que lo que se busca no es perseguir a la persona, sino buscar los mecanismos para impedir que vuelva a reincidir en la distorsión del orden comunitario. Lo fundamental de esta idea, que subyace desde los estoicos, pasando por el cristianismo, y en cierto punto llega (distorsionado) a nuestros días, es la carga moral de la acusación constante como excusa para no solucionar los problemas reales. 

La práctica de la acusación realizada con facilidad y abrazada sin ningún tipo de cuestionamiento por parte de una sociedad ha derivado en lo que suelen llamar “cacería de brujas”, que no es más que el estado en el que se encuentra una comunidad mediante el cual la simple acusación sin pruebas y su correspondiente sentencia sin juicio previo forman parte de la cotidianidad y de la naturalización de injusticias que gestan en sectores de la sociedad un profundo resentimiento. Acompañada la etiqueta fácil de sujetos que piensan de manera divergente al discurso hegemónico, la falsa denuncia avalada por un poder judicial y mediático y la práctica habitual del ciudadano común de atacar a las personas y nunca discutir lo que dichas personas argumentan (falacia ad hominem) no hace otra cosa que instalar un régimen autoritario que mientras victimiza al victimario, hunde al ostracismo a cualquiera que tenga el valor de decir amablemente: “no estoy de acuerdo contigo y éstos son mis argumentos”. 

viernes, 26 de agosto de 2022

“El humor como mecanismo de resistencia” – Lisandro Prieto Femenía 

“La potencia intelectual de un hombre se mide por la dosis de humor que es capaz de utilizar” 

Friedrich Nietzsche 

Hoy quisiéramos compartir una breve reflexión en torno al sentido del humor como aspecto del ser humano estrictamente digresor, transgresor y potentemente liberador, a saber, la capacidad de sentir y generar humor. Bien sabemos que la etimología de la palabra remite en latín a “humoris”, que significa humedad o propiedad líquida, también referida al torrente que atraviesa los poros de una superficie. Como podemos apreciar, ya desde su origen etimológico, la palabra nos está indicando que se trata de algo que se filtra inconteniblemente a pesar de cualquier tipo de resistencia física que intente retenerlo. 

En su obra “El mundo como voluntad y representación”, el filósofo alemán Arthur Schopenhauer (1788-1860) interpreta que la risa es fruto del humor que contempla amablemente las incoherencias e incongruencias de una existencia aparentemente absurda. En otras palabras, lo que nuestro autor nos quiere decir es que la única forma de hacer reír o de sentir el gozo de la risa es mediante la colocación de una cosa donde no debería ir. Dicha incongruencia entre el concepto y el objeto real provoca un sacudón propio del comportamiento normal de una mente que se encuentra casi permanentemente acomodando todo en la ficticia idea de equilibrio entre pensamiento y realidad. La gracia, entonces, nace de la falsedad de las premisas de nuestros silogismos mentales. Un ejemplo de ello lo describe el pensador Alejandro Dolina, quien sostiene que lo que torna “gracioso” la explosión de una pirotecnia no es su explosión en sí, sino el hecho de que esté prohibido en ciertos contextos: es muchísimo más entretenido explotar un petardo en un juzgado o un Colegio de Escribanos que en un estadio de fútbol. O, en términos refinados de Schopenhauer: 

“Los caballos tienen cuatro patas. 

Mi mesa de billar tiene cuatro patas. 

Mi mesa de billar es un caballo.” 

A todos nos ha sucedido a diario que estallamos en risa simplemente por la inclusión (ilógica) de una cosa en un concepto o contexto al cual no pertenece. Al parecer, nuestra mente tiene la tendencia de ordenar los objetos y conceptos mediante categorías que nos resultan familiares hasta que aparece un objeto que al no estar “donde debería” (absurdo) desencadena en la risa: el clásico ejemplo de ello es la incursión del perro del barrio en plena misa, haciendo alguna de sus funciones naturales junto al clérigo en el altar mientras el acólito intenta desesperada y mesuradamente detenerlo intentando, inútilmente, que nadie se dé cuenta. 

Ahora bien, ¿qué sucede cuando se vive en tiempos donde no está permitido trans-colocar los objetos de lugar? En otras palabras, ¿se puede hacer humor de cualquier cosa y en cualquier momento? Evidentemente no. Cada época va gestando sus reglas discursivas y sus decálogos de lo políticamente correcto, abriendo un margen de acción tanto a aquellos que viven de hacer reír a los demás como a los simples ciudadanos, los cuales deben ir actualizándose (y cada vez más seguido) como dispositivo móvil con capacidad de memoria limitada. 

Justamente por ello traemos a la discusión y a la reflexión el humor como elemento que intenta romper el orden establecido, no por maldad o rebeldía revolucionaria, sino ya como necesidad vital. En ese sentido, otro filósofo alemán (al parecer, los alemanes no gozan de fama de ser muy graciosos que digamos, pero son buenos teorizando sobre ello), Friedrich Nietzsche (1844-1900) se concentró en el impacto del humor y no tanto en su origen o definición. De acuerdo a sus posicionamientos teóricos, es comprensible que, en el marco de una existencia humana atravesada por todo tipo de padecimientos trágicos, la risa sería una especie de mecanismo de compensación para soportar lo que la vida conlleva en su tragedia constitutiva. En este caso, la risa es una herramienta, un arma, creada por el mismísimo hombre para no caer en el abismo del llanto y la tristeza. Si lo analizamos brevemente, podemos acordar que en un mundo que nos da más razones para llorar que para reír, reír es sin duda alguna el acto de resistencia más potente para contrarrestar el bombardeo incesante que atenta permanentemente contra la felicidad. 

¿Os queda alguna duda de que la alegría y el entusiasmo se castigan a diario? Lo que Nietzsche nos intenta legar un pensamiento potente: reírnos de la fealdad propia de la decadencia moral en la que estamos inmersos nos otorga un poder, que no es menor, puesto que lograr liberarse de las cadenas de un régimen que correo permanentemente la función catártica del arte y sus manifestaciones de dispensar gozo y vida es, sin duda, un acto de rebeldía sobre el cual todos deberíamos trabajar para convertirlo en hábito. 

 En otras palabras: moverse por la vida con alegría y entusiasmo verdadero representa una amenaza para todo un sistema de existencia estructurado para ofenderse al percibir un ápice de alegría en alguien. Siguiendo este hilo interpretativo, no es desatinado pensar que la alegría intimida profundamente, puesto que se trata de un gesto entusiasta que no se deja apagar por un mundo que permanentemente intenta reprimirlo. Hagan la prueba: muéstrense felices, alegres, entusiastas en cualquier contexto que no sea una celebración: inmediatamente alguien les hará saber que lo que vosotros hacéis es completamente “inadecuado”.  

Y si, es inadecuado porque es incongruente con “lo políticamente correcto” establecido y masificado. Otro ejemplo práctico de ello consiste en observar las situaciones cómicas que acontecen en un establecimiento velatorio. El contexto es, evidentemente, un lugar predispuesto para que una situación sombría ocurra de acuerdo a ciertas pautas que permiten y prohíben: llorar, sollozar y hasta desmayarse está permitido; contar un chiste verde y que todos se rían a carcajadas, en ese ambiente, se consideraría una grosería repudiable. Aun así, y verdaderamente desconozco cabalmente el motivo, nunca, pero nunca, falta el familiar o el amigo de toda la vida que cuenta un chiste y provoca una reacción en cadena de tos masiva por risa reprimida en esa sala oscura que produce un eco que no ayuda ¿Por qué sucede esto? 

Seguramente, y continuando con la interpretación de Nietzsche, el humor en ese caso es una herramienta para dominar aquello que produce miedo e incertidumbre. Y créanme, la muerte es uno de los fenómenos que causa mayor cantidad de miedo e incertidumbre. A pesar de ello, acudimos a este recurso para intentar comprender algo que se nos presenta incomprensible, terrorífico e irresoluble, para criticar, demoler y luego construir “otro sentido” de lo que se nos presenta como irremediable. 

¿Qué nos pasó, entonces, desde la pureza de nuestro “espíritu libre” propio de la niñez, hasta hoy? O dicho de otro modo ¿cómo fue que perdimos el entusiasmo de vivir y nos convertimos en estas máquinas de estrés permanente? No es sencillo responder esto en un breve artículo de reflexión, pero intentemos entrever por una mirilla un esbozo de respuesta. Sólo basta ver, escuchar, vivenciar y analizar lo que sucede con los niños: ¿cuándo escucharon a un niño de seis a diez años decir que cuando sea grande quiere ser abogado, contador o CEO de una compañía internacional de telecomunicaciones? ¿Alguno de vosotros, a los siete años soñaba con ser lo que hoy son?  

Quien pueda responder que sí, envío aquí mis más afectuosas felicitaciones. Para quienes no podemos responder afirmativamente, nos que el desafío de pensar nuestra existencia en clave de resistencia, no al estilo del pitufo gruñón, sino como aquí lo hemos intentado expresar: hoy en día ser feliz, verdadera y auténticamente feliz, es resistir a los embates intencionados de un modo de vida impuesto que apunta directamente a nuestros peores y depresores instintos justamente porque se sabe perfectamente que una persona entusiasta es temeraria. Seamos dignos de ser considerados “enemigos” en el “mercadillo” de la vida, en el cual una tableta de somníferos es mucho más barata que un buen paquete de café revitalizante.  

 



sábado, 13 de agosto de 2022

"El olvido como herramienta pedagógica de la injusticia naturalizada"- Lisandro Prieto Femenía

"No hay documento de civilización que no sea 

 al mismo tiempo documento de barbarie" 

Walter Benjamin 

 

La frase célebre que versa "quien olvida su historia está condenado a repetirla", atribuida a Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana ha sido citada, utilizada y versada en tantos contextos y por tantos personajes que parece haberse convertido en un cliché. Bien sabemos que la historia de nuestra humanidad cuenta en su haber con numerosísimos genocidios, pero si nos detenemos un instante en el infame Siglo XX los datos son vergonzosos: el genocidio armenio (1915-1923), en el que fueron aniquilados casi dos millones de armenios bajo la responsabilidad del Imperio Otomano; el “Holodomor” o genocidio ucraniano (1932-1933) efectuado por Stalin, supuestamente con la excusa de erradicar los movimientos nacionalistas ucranianos, eliminó de la faz de la tierra a seis millones de personas utilizando entre sus modalidades más crueles, la hambruna; el genocidio de Ruanda (1994) nos dejó un saldo de casi un millón de víctimas fatales y al menos medio millón de violaciones sexuales hacia mujeres; la “Masacre de Srebrenica” (1995) en la ex Yugoslavia en el marco de la Guerra de Bosnia, en la cual se mataron a ocho mil personas de etnias bosnia-musulmanas por parte de los paramilitares denominados “Escorpiones”, quienes actuaron con total impunidad en un territorio declarado previamente como “zona segura” por las Naciones Unidas. 

Ahora bien, tras varias Convenciones internacionales se ha considerado particularmente relevante a Auschwitz como referencia para la educación de la memoria posterior, pero ¿por qué el holocausto tiene ese carácter “único”, “singular”  o “diferente”? Como diría el espléndido pensador español Manuel Reyes Mate- uno de los pocos filósofos que no tira a Walter Benjamin de los pelos para de-construirlo sino que lo interpreta y nos lo enseña de manera magistral- es necesario explicarlo, puesto que no se trata de sostener que existen víctimas de "primera" categoría y de "segunda". La educación de-la y en-la memoria debe pretender comprender de qué se trata de un fenómeno que marca un antes y un después en nuestra historia. 

El holocausto judío, simbolizado en Auschwitz, es singular porque representó un nefasto proyecto que tenía como núcleo intencional el olvido y entre sus propósitos cruciales se encontraba la pretensión de no dejar nada, ni un solo rastro de lo que el nazismo consideró "el enemigo": exterminar al pueblo hebreo y la totalidad de su cultura milenaria. En una primera instancia, se debía efectuar el exterminio físico y material bajo la representación fáctica de la cremación y pulverización incluso de los resabios de huesos que suelen quedar (convertir en polvo todo tipo de rastro físico). En una segunda instancia, y a la sombra de las nubes del humo crematorio, complementariamente se pretendió erradicar la significación del pueblo judío y su aporte cultural a la humanidad. 

El nazismo se propuso radicalmente el proyecto de una humanidad que continuara su historia “como si” la historia del pueblo precedentemente enunciado no hubiera existido jamás. Semejante atrocidad, nos dirá Reyes, no tiene una única explicación sensata, pero sí deja bastantes lecciones en el camino: ese holocausto fue singular en su perversión pero fue, al mismo tiempo, ejemplar en su significación. Fue la primera vez, al menos que se tenga registro, que se conformó una especie de “laboratorio del mal” en el que aparecen explicadas muchas conductas, mecanismos y respuestas que en otros genocidios aparecen entre intersticios, diluidos o implícitos.  

Incluso desde un punto de vista estrictamente jurídico, se tuvo que crear la figura de “crímenes contra la humanidad” para darle nombre y entidad a ésto que nos daba la sensación de no haber no haber acontecido hasta ese momento. Darle nombre, categorizar una atrocidad, es una manera racional de tipificar de alguna manera el “proyecto de olvido” mediante una figura de la jurisprudencia, puesto que hasta ese momento en el derecho penal estudiaban los crímenes individualizados, personales, intransferibles o, en general, los crímenes de guerra. En este caso puntual, la atrocidad no está destinada a una persona, sino a un pueblo completo por parte de un Estado concreto.  

En nuestro castellano al concepto “humanidad” podemos entenderla en su significancia desde dos puntos de vista: por un lado significa “especie humana”, y en ese sentido el genocidio judío fue un atentado a la integridad de la especie y por el otro significa también una adjetivación positiva del proceso civilizatorio fruto de “los logros” humanos en relación a conquistas de derechos en pos de la libertad y la dignidad. Todo ello parece haber muerto en Auschwitz y no fue en detrimento solamente de los judíos, sino de la humanidad toda, puesto que perdimos la capacidad de compasión, de memoria en un proceso que al lograr muchos de sus objetivos nos dejó moralmente empobrecidos a todos los mortales y sentó bases y precedentes que aún hoy laten en varias agendas geopolíticas. 

Para acercarnos un poco más al objeto del conocimiento que aquí planteamos, es preciso señalar que el holocausto judío se trató de la manifestación explícita, estructurada, organizada, orquestada y ejecutada abiertamente de lo que Hannah Arendt denominó el “mal radical”, cuya única motivación es eliminar de la faz de la tierra todo rasgo humano de los individuos a los que se quiere aniquilar mediante un régimen que anula la espontaneidad de los sujetos para convertirlos en su obrar en simples reactores ante estímulos. 

Esa conversión es posible gracias a lo que  Arendt llamó “banalidad del mal”, concepto que no fue abrazado amablemente en un comienzo porque al malinterpretarlo, se lo consideró una especie de justificación racional de los crímenes nazis. Para que el mal radical instaure su maquinaria, es preciso el funcional “mal banal”, puesto que el odio como motor no alcanza, no es suficiente para adquirir la cantidad suficientes de adeptos y partidarios. Con este concepto se evidenció que la frontera entre el ciudadano común y el criminal es extremadamente fina, pues de lo contrario ¿cómo se explica que uno de los pueblos más cultos de la historia europea sea capaz de sostener y ejecutar semejante barbarie? Sí, estimados amigos lectores, lo que Arendt nos está diciendo es que en tiempos convulsos la gente común se puede tornar en herramienta servil a un régimen totalitario que mientras deja muertos en el camino, la vida civil continúa “en normalidad”, como si nada estuviese ocurriendo. En nuestros días ésto se hace patente desde el poder burocrático corporativo y sistematizado en el cual no circulan balazos, pero a veces la desatención y la demora de una firma en un papel, se lleva puestas varias vidas. 

Justamente, es la proximidad entre “lo normal” y lo “criminal” que acabamos de describir y su permanente promoción por parte de campañas mediáticas, educativas, culturales, políticas y sociales que favorecen todo tipo de beneficio en pos del abandono voluntario del pensar crítico, es lo que Reyes Mate advierte al indicarnos el peligro que representa tornarnos en “una humanidad empobrecida”, perpetuada e instaurada sutilmente incluso posteriormente y por fuera de los límites del campo de concentración de Auschwitz ¿Se entiende, ahora, por qué es tan importante educar desde los parámetros del “deber de memoria”?  

El nacimiento de la figura del “deber de memoria” no es una materia optativa en la escuela, sino que se trata de una exigencia de las víctimas, que al sobrevivir a los campos clamaron una solicitud a la humanidad que podría versar: “¡esto no se puede repetir!”. Educar en este marco implica sentar bases para la constitución de una especie de antídoto contra la barbarie, a saber, la memoria como herramienta de redención de los "vencidos" que nos interpela permanentemente a no repetir las calamidades cometidas por quienes supieron sostener prolongadamente el título de "los vencedores".  

En ese sentido, la educación debe estar enfocada en una sociedad que no se construya sobre la vanagloria del victimario sobre sus víctimas, y por ello es crucial la filosofía, desde el punto de vista estrictamente deontológico, puesto que una educación sustentada en la revisión de los valores que llevaron a la barbarie es capaz de sustituir y crear contrapuntos en la práxis política. Un ejemplo de ello es poner en discusión en el ámbito educativo el valor que se le asigna al "progreso" como fuente inagotable que resuelve todo a cualquier precio. Tal vez, una educación íntegra apuntará a generar consciencia sobre el hecho de que las condiciones de vida que tenemos no deben sacrificar de modo alguno la dignidad de nadie ni de la naturaleza en general. 

¿No sería fantástico poder educar a nuestros niños y jóvenes bajo la premisa crítica que revise si el progreso está al servicio de la humanidad o si la humanidad está subsumida a él? 




sábado, 30 de julio de 2022

"Tener que morir, ¿sin querer morir?"- Lisandro Prieto Femenía 

«La vida del hombre sobre la tierra es combate,  

y combate primero y ante todo consigo mismo» 

Miguel de Unamuno 

 

El intelectual de la paradoja por excelencia, Miguel de Unamuno, intentó comprender al “hombre de carne y hueso”, alejado de las frías y distantes abstracciones, este ser que se caracteriza por afanarse a algo. Dichos afanes propios de nuestra condición estrictamente carnal pueden resumirse y condensarse en un solo deseo sublime, angustiante y necesario: no morir. 

En previas ocasiones hemos mencionado la vinculación intrínseca del ser-para-la-muerte propuesto por Heidegger y realizábamos algunas asociaciones con la propuesta interpretativa que nos lega el gran Unamuno en cuanto al apego que tenemos de no querer dejar de ser lo que somos, nunca. Como sostuvo en alguna oportunidad el filósofo Fernando Savater, es indudable que nuestro autor de referencia era “el amigo de la inmortalidad” y, consecuentemente, “enemigo decidido de la muerte”, utilizando la expresión que sostendría el pensador búlgaro Elías Canetti (1905-1994) el cual se esmeró en intentar quitarle todo crédito posible, exponiendo su lado mas oscuro de absoluta “maldad” y contraponiendo a ella un amor incondicional por la vitalidad de todo lo existente en nuestro mundo. 

Pero, ¿de qué muerte reniega nuestro vasco? Indudablemente no se trata solamente del cese físico de nuestra existencia, sino de algo aún más arraigado y complementario expresado en el más hermoso capricho existencialista que se pueda expresar: “me urge no morir, quiero vivir siendo yo, tal cual soy, por siempre”. Acaso, amigos lectores, ¿no lo han pensado de manera similar en algún momento de vuestras vidas? Sucede que Unamuno logra subvertir un acto de soberbia y de exigencia supernatural en el rasgo más carnal y propio del hombre real: casi nadie quiere dejar de existir tal cual es. 

Unamuno sostenía que la vida es, en cierto sentido, agonía fruto de una lucha constante entre la razón y el sentimiento exponiendo un trágico problema filosófico de lograr conciliar las necesidades racionales con las afectivas.  Ante la carencia de un anclaje de sentido, nuestro autor recomendaba ante la taxativa finitud del cuerpo, la creencia de algún tipo de trascendencia de nuestro transcurrir terrenal: el deseo de existencia de una divinidad o la inmortalidad se debería más bien a una fe irrenunciable como afirmación propia del creyente. Como vemos, fe y razón en este planteo no se contraponen ni se contradicen, justamente porque al filosofar lo que intentamos hacer es justificarnos en nuestra existencia conflictiva que nos constituye como lo que somos: una relación agónica entre lo individual y lo comunitario, entre alma y razón, entre lo intelectual y lo sentimental.  

La materia prima de cualquier persona que quiera dignarse algún día a filosofar es, según nuestro autor, la realidad del sí mismo, del nosotros mismos, expresada en el motor vital del no querer morir, que lejos de ser un deseo fantasioso está estrictamente asociado al origen de un sentimiento trágico compartido por casi todos los mortales, a saber, el “apetito de divinidad”.  

Ahora bien, (y acá se pone jodida la cosa) necesitamos preguntarnos imperiosamente lo siguiente: ¿qué sucede con quienes deciden abandonar voluntaria y trágicamente su existencia? Al parecer, esto de “querer ser siempre yo” no nos pasa a todos los mortales. Es más, para muchos la “insoportable levedad del ser” (Milan Kundera)  se torna inaguantable al punto tal que la afinidad hacia el abismo de la nada resulta más atractiva que el hermoso capricho existencialista mencionado precedentemente. Nos adentramos en las arenas movedizas del deseo del dejar de existir. Unamuno pudo exponer dicho sentimiento inescrutable en algunos de sus cuentos, referenciando al motor de dicha acción como un afán de regresar al seno matero en el proceso de búsqueda de un padre que se fue demasiado pronto.  

Pero vamos más allá. Dejaremos de lado los casos en los cuales las personas padecen una agonía atroz fruto de una condición patológica que les quita literalmente las ganas de vivir, o también los contextos de extrema vulnerabilidad psíquica fruto de una vida plagada de violencia, abusos e injusticias. Nos enfocaremos específicamente en lo que le puede suceder al ser humano al que denominamos “uno”, “uno más”, “uno como yo”, al cual aparentemente nada de lo previamente indicado le estaría aquejando y al cual, procesual o repentinamente, se le apaga literalmente el comando. 

Redención lógica ante una existencia absolutamente absurda e ilógica (Camus); un acto prudente de valentía de aquellos hombres cuya vida se ha tornado una carga extremadamente pesada (Hume); una demostración de cobardía de quienes aman la vida pero no aceptan sus condiciones de existencia (Schopenhauer); una manera elegante de retirarse "a tiempo", intentando obviar la decadencia, la vejez, la vergonzosa decrepitud del cuerpo y la mente (Nietzsche); una decisión conscientemente planificada, impulsada por una exacerbada idealización de las influencias sociales sobre el sujeto (Durkhein), etc. Definiciones, interpretaciones y teorizaciones abundan, y no todas coinciden en un mismo aspecto. Lo cierto es que a pesar de habernos acompañado en todas las etapas de nuestra historia, el suicidio resulta, hasta hoy, un fenómeno desconcertante, misterioso, extremadamente doloroso y, en cierta medida para muchos, muy difícil de comprender. 

No pretende ser éste, una investigación académica que pueda desarrollar el tema de manera cabal, como realmente lo merece. Motivan estas letras la necesidad de invitar a pensar, individual y colectivamente, en un fenómeno que quiebra completamente la "normalidad" y que produce un dolor irremediable en quienes quedamos expectantes ante el abismo de sinsentido que prolifera de semejante acción. La violencia y la agresividad no solo hacia sí mismo por parte del que lo hace, sino hacia quienes se encuentran con la escena desconcierta completamente cualquier intento de interpretación que busque comprensión: se deja establecido, de una manera u otra, un mensaje, a veces explicito, a veces sutilmente sugerido que nos posiciona en un estado de fragilidad tal que nos enfrenta a lo irremediable y a lo más crudo de las posibilidades de existencia.  

Como siempre hemos sostenido en nuestras líneas, es preciso hacer hincapié que la libertad no es un efímero ideal comercial que se consigue mediante la adquisición de ningún bien ni servicio, sino mediante la práctica constante, habitual y permanente de la reflexión y el ejercicio pleno del pensamiento crítico. El abandono voluntario del pensar nos ha desensibilizado a un punto patético, en el cual no nos sentimos parte de nada ni de nadie al mismo tiempo que creemos que ficticiamente todos tienen que estar cerca para acudirnos. Pues no. Formar parte de una comunidad pensante también implica saber escuchar y saber pedir ayuda sin pudor alguno, rompiendo la lógica individualista que nos empuja a vivir según el falso imperativo de que cada uno se salva por su cuenta y solo por sus propios y únicos medios.  Si hay algo que nos queda claro, ante semejante incertidumbre que produce el suicidio, es que tal vez no sea posible evitarlo en casos puntuales en los cuales el sujeto no encuentra posibilidad racional alguna de aferrarse a algo que lo disuada. 

 Lo que sí, y de ésto estamos convencidos, es fundamental prestar atención a los síntomas de autodestrucción permanentemente promocionados por agendas comerciales que han logrado subvertir el sentido de la propuesta de Unamuno, tornándola en un total desprecio por el interés de conocerse y quererse a sí mismo para convertirnos en parte de una masa amorfa de consumidores que lejos de apreciar su identidad y desear su eternidad buscan la notoriedad virtual a cualquier precio. Tal vez, y ésto es sólo una simple hipótesis, si logramos educar y formar a nuestra juventud en un modelo educativo integral que tenga como núcleo la autonomía mediante el pensamiento crítico, la valoración respetuosa y coherente a la diversidad y la construcción de una comunidad en la que nadie está de más, sólo así, tal vez, podemos iniciar un camino que apunte a la dignidad que brinda la percepción de una existencia que, a pesar de todos sus avatares, vale siempre la pena ser vivida. 



lunes, 4 de julio de 2022

“Redescubriendo el inmenso valor del ser frente al parecer”- Lisandro Prieto Femenía

“Toda la vida de aquellas sociedades en las que prevalecen las condiciones modernas de producción se presenta como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que una vez fue directamente vivido se ha transformado en mera representación”

Guy Debord

En previas ocasiones nos hemos expresado en torno a la afectividad circulante y reinante de nuestro siglo, caracterizada por una “empatía envuelta en celofán de 08 bits” para referirnos a la superflua y ficticia forma que hemos optado de querer y hacernos querer mediante una realidad virtual en la cual todos participan para ser vistos pero raramente para interactuar con sentido. Pero hoy nos interesa profundizar, paralelamente, sobre un aspecto fundamental que merece la pena ser tratado: el valor inconmensurable que en nuestros días tiene la privacidad y el anonimato frente a la cultura de la permanente e insoportable exposición constante.

En su obra “La sociedad del espectáculo” (1967), el escritor, cineasta y  filósofo Guy Debord (1931-1994) expone claramente un modelo de vida que se viene instalando en las sociedades occidentales desde comienzos del siglo XX. Básicamente, lo que nuestro pensador nos quiso expresar es que vivimos en un teatro existencial con forma de pantalla en el cual el sentido de existir depende directamente de la exposición y la “necesidad” de ser vistos todo el tiempo. La traducción ontológica de lo que acabamos de expresar sería “si no me ven, no existo” (pensar que veníamos de l “pienso, luego existo”, ya se veía un declive fuerte del horizonte de sentido). En este tipo de discurrir existencial, no importa tanto lo que uno piensa o hace, sino lo que se proyecta en una representación que debe ser digna de ser vista y disfrutada.

Puede parecernos que el planteo de Debord es exagerado, pero, queridos lectores, si se toman unos instantes, suspendan provisoriamente la lectura de este humilde artículo, tomad vuestro móvil, abrir cualquier red social que se encuentre instalada y comiencen a deslizar vuestro dedo índice hacia arriba en la sección “noticias”: encontrarán información personal e íntima de más de 300 personas que voluntariamente han decidido mostrar absolutamente todos los recovecos de su intimidad gratuitamente. La supuesta excusa del uso de estos dispositivos es “poner en contacto” o “conocer” a las personas, pero yo les pregunto ¿se conoce realmente a una persona mediante una red social? Lo que no me queda duda es que conoceréis dónde se fueron de vacaciones, a qué evento cultural asisten, dónde y qué comen, cómo visten y donde compran lo que usan, con quién se relacionan y a quien admiran, pero quiénes son, lo dudo seriamente. 

Tal vez habéis oído hablar del “panóptico”, puesto que al ponerse de moda la lectura de un pensador en una época determinada, resurgen algunos conceptos y junto con tal renacer, vienen acompañando millares de nuevas y licuadas re-interpretaciones. Un panóptico es un tipo de estructura carcelaria ideada por el jurista y filósofo inglés  Jeremy Bentham(1748-1832) que tenía como finalidad lograr un control total de vigilancia en una superficie determinada, instalando en el centro de la misma una especie de torre que les permita a los guardias tener visibilidad completa y clara sobre cada una de las celdas de los reclusos. La idea revolucionó la arquitectura no sólo de las cárceles, sino también de la mayoría de las construcciones de uso público (juzgados, escuelas, consultorios médicos u hospitales, etc.) e incluso se incorporó en el diseño de los propios hogares de los ciudadanos. La utilidad específica del panóptico se centraba en la capacidad de ver sin ser visto, de vigilar a quien no sabe que está siendo vigilado, puesto que si bien todos sabemos que hay puestos de observación, nunca vemos la cara del que observa.

El ser vistos sin ver al que nos ve nos produce una sensación de vigilancia permanente y de alerta ante dicho desconocimiento que tenía la función de causar su correspondiente temor para evitar cualquier tipo de comportamiento indebido. Ahora bien, lo que nos interesa hoy mediante esta breve reflexión es que podamos ver cómo hemos pasado de vivir entre dispositivos de vigilancia a ser nosotros mismos los proveedores de información y auto-vigilantes al servicio de mega-corporaciones que nos venden el dispositivo para entretenernos pero que en el fondo es una máquina de producir información y datos mediante la exposición voluntaria de nuestros “perfiles”.

Más allá del puro narcisismo que representa estar colgando fotos de nuestra vida íntima permanentemente en redes sociales, es interesante evaluar lo que perdemos en la dinámica enfermiza que representa la vida del maniquí viviente. Lo que se resguarda y no se muestra es valioso, digno de respeto e incluso sagrado, mientras que lo que se expone gratuitamente es siempre comidilla de cotillas y fuente de banalización masiva de una horda de desinteresados con el poder de opinar. Pensar que mi vida no tiene sentido porque no es vista por extraños totalmente desconocidos es lo mismo que pensar que si cierro los ojos dejo de existir. Si asistimos a un partido de cualquier deporte, se supone que es para ver el espectáculo, ya sea en solitario o en compañía pero al parecer, la experiencia cultural sólo tiene sentido si la miro mediante una cámara que comparte en vivo y en directo con todos mis contactos lo que estoy apreciando. Les pregunto con sinceridad ¿tiene sentido alguno dar a conocer a un millar de desconocidos mi ubicación geográfica y la plena vista de lo que estoy realizando? ¿Es real la experiencia cuando está tan tamizada por representación pictórica que creamos nosotros mismos para que los demás vean lo que estoy viendo?

Al fin, parece que no podemos superar la caverna que Platón utilizó para explicar tantos aspectos fundamentales de la vida, el conocimiento y el sentido de la existencia. Vivir de la sombra que producimos para otros es exactamente lo mismo que ser esclavos de nuestra propia sombra, creada permanentemente con filtros y stickers cuya única finalidad no es decir “esto soy yo” sino más bien “esto es lo que yo quiero que tú creas que soy yo”. Retomando con la ficticia motivación de las redes sociales: ¿eso es conocer gente? Vaya sorpresa se llevarán a diario cientos de miles de personas cuando corroboran que el ser humano que tienen delante en la mesa nada tiene que ver con el personaje expuesto en la pantalla del móvil. La gente real poco tiene que ver con la ficción representada que se presenta en los feed’s y en las historias musicalizadas de las redes sociales. 

Para corroborar esto sólo me basta con asistir a la salida de un colegio esperando que mi hija termine su horario escolar: no menos de 80 padres y madres, uno parado al lado del otro, todos con el cuello inclinado hacia una pantalla y nadie dialogando con nadie, nadie conociendo a nadie; nadie sabiendo quien es nadie. La alienación que se produce es tal que hemos preferido conocer el perfil digital de una persona antes que tener que tediosamente charlar personalmente con ella. El nivel de abstracción y de individualismo que representa el abandono de la vida social real y concreta nos ha llevado justamente a trivializar nuestra existencia y la de los demás de una manera que causa espanto y temor: si te sucede algo y lo publicas, recibirás reacciones y comentarios; si te sucede algo en la calle y necesitas ayuda, recibirás silencio: en fin, nos estamos convirtiendo en ciudadanos antisociales atomizados y subyugados por prisiones  con panópticos que nosotros mismos instalamos en nuestras vidas.

En el fondo, el problema filosófico aquí presentado tiene que ver con la preservación de nuestro ser y de nuestros afectos mediante la conservación del anonimato frente a la exigencia mediática constante que nos coacciona insistentemente para que seamos “notorios” y notados para creer que existimos verdaderamente. Las consecuencias éticas de este tipo patético de existencia representa una entrega personal y voluntaria de aspectos estrictamente íntimos ante “una legión de imbéciles que antes sólo hablaban en el bar sin dañar a nadie” (Umberto Eco). Hemos visto cómo se han arruinado vidas y reputaciones de personas mediante filtraciones de material audiovisual que retrata aspectos que no deben ser masivamente divulgados. Y por más que la cultura posmoderna progresista y nihilista nos indique que dicha exposición es fruto de un ideal de libertad, corroboramos que ello es mentira cuando la víctima de divulgación de información íntima sufre y pide a gritos que se baje dicho contenido de las páginas web o solicita desgarradoramente que por favor se deje de compartir esa foto o ese video. 

En fin, y como siempre sostenemos, el desafío al que la filosofía crítica (no servil y justificadora de atrocidades) nos invita es al abandono del servilismo voluntario de la alienación permanente que, mientras nos entretiene, nos expone y nos entrega en lo más íntimo de nuestro ser, equiparándonos ontológicamente a la cosa digna de ser vista y consumida en lugar de presentarnos como seres humanos dignos de ser  realmente queridos y conocidos por lo que realmente somos.

 

 

 


jueves, 23 de junio de 2022

"Cuestionando el supuesto peligro de una inteligencia artificial que no piensa"- Lisandro Prieto Femenía

Hace apenas unos días se ha viralizado una “noticia” que señala que uno de los ingenieros de Google habría sido despedido por revelar ciertos detalles del funcionamiento de un dispositivo específico que interactúa con humanos mediante inteligencia artificial. Nada de otro mundo. Lo que hoy quisiéramos pensar con vosotros es en la inquietud que provoca a muchos en nuestros días acerca de las capacidades y condiciones que puede llegar a tener un mecanismo artificial para realizar acciones similares al “pensar” y “sentir”. 

Independientemente del impacto mediático que causó la declaración del ingeniero Blake Lemoine al afirmar que su «Modelo de lenguaje para aplicaciones de diálogo» (LaMDA) ha expresado experimentar ciertos sentimientos o que se siente feliz o triste a veces”, es importante que despejemos un poco la nube de humo publicitario que envuelve esta supuesta controversia, puesto que pretender dilucidar si una máquina puede pensar igual que un humano mientras que aún no comprendemos en su completitud los procesos cognitivos de los mismos humanos es como querer descubrir si crece hierba en algún planeta de otra galaxia mientras que desconocemos que tenemos debajo de la suela de nuestros zapatos. 

Alan M. Turing (1912-1954), el padre de la computación y la informática, y probablemente el responsable de la existencia de lo que hoy utilizamos básicamente para casi todo en nuestra cotidianidad, el internet, postuló la posibilidad de que una máquina pueda llegar a pensar. En el año 1947 Turing planteó la pregunta en el National Physical Laboratory y posteriormente en 1950 en un artículo titulado “Máquinas computadoras e inteligencia” dio el puntapié para la investigación concreta de la inteligencia artificial, sosteniendo que una máquina “piensa” si su interlocutor humano, al comunicarse por escrito con ella, no es capaz de distinguirla de los demás interlocutores (ver “Test de Turing”). Estos indicios (básicamente, la resolución de teoremas complejos y creativos por parte de esa inteligencia), le dieron al brillante matemático británico la pauta para pensar que en menos de un siglo sería posible algo más grande. 

Ahora bien, adentrándonos en el ámbito de la filosofía para poder comprender este fenómeno, es inmediata la pregunta ¿qué entendemos por pensar? Es imposible responder esa pregunta en un artículo de opinión, pero intentemos dar algunos esbozos.  Si nuestro propio software natural entra en conflicto cuando intentamos comprender preguntas cómo “¿por qué hay algo, y no más bien nada?”, imaginemos una inteligencia artificial que sea capaz de responder semejante incógnita existencial. Aún con todo el anaquel de teorías científicas y conocimiento histórico que disponemos no hemos logrado comprender cabal y definitivamente conceptos como tiempo y espacio (recordemos a un tal Agustín que señalaba que si le preguntan qué es el tiempo, lo sabe, pero si lo tiene que explicar, no puede), ni las ciento cincuenta mil posibles respuestas cargadas en un dispositivo podría siquiera acercarse a dar una respuesta medianamente reflexiva. Lo cierto es que, como decía René Descartes, pensamos porque existimos, y sabemos que existimos, porque pensamos, y dudo seriamente que entre millares de alternativas de respuesta de una Alexa encontremos un ápice de pensamiento complejo que apunte a la comprensión del sentido. Quienes dispongan de cualquier dispositivo con IA, por favor, pregúntenle ¿qué es la belleza? Escucharán muchísimas definiciones precargadas, lecciones históricas, recopilados de pensamientos, procesamiento de teorizaciones realizadas por terceros, pero jamás les dirá qué piensa sobre ella, ni mucho menos hará el esfuerzo de intentar definirla por su cuenta. 

Pero vamos más allá, indaguemos un poco más. Suponiendo que los avances tecnológicos han logrado un nivel de sofisticación supremo mediante el cual la máquina puede chatear casi de igual a igual con nosotros, ¿es eso un diálogo? Hagan una pequeña prueba: actualmente las empresas, para evitar contratar al fastidioso personal humano, han instalado en sus plataformas de contacto con los usuarios mecanismos de IA que brindan respuestas automáticas bajo el estímulo de palabras clave que el mismo sistema pide para continuar. Pues bien, ante un inconveniente técnico de cualquier tipo en el consumo de un servicio, se nos impone que hablemos en clave con una matriz para que la misma nos muestre una serie de soluciones previstas previamente por un informático humano que parece disponer el mismo nivel de sensibilidad que el simpático avatar que lejos de ayudarnos, nos da tarea para la casa. Repito, aún con el mayor avance posible ¿eso es un diálogo?  

No es fundado el temor por el permanente y creciente avance tecnológico de la IA. La ciencia ficción nos ha bombardeado durante años mediante exquisitas metáforas con advertencias que indican que algún día la máquina va a tomar nuestro lugar. El problema es que ya lo tomó, y no por cuenta propia, sino porque abarata costos de manera significativa en cualquier ámbito productivo. La gravedad del asunto no pasa por la posibilidad de un gobierno federal a cargo de un robot pensante, sino por el uso y el lugar que le damos al mismo, pero por sobre todas las cosas, el mayor de los peligros es que pensemos que un dispositivo que hace algo parecido a pensar pueda imitarnos, cuando lo que en el fondo hace, es quitarnos miles de fuentes laborales a diario: Mr. Machine no tiene hijos, no tiene pareja, no debe pagar cuentas, no se enferma (se rompe, pero generalmente siempre tiene solución mecánica), no está afiliado a sindicatos, no se queja, no necesita descansar, no tiene brotes psicóticos ni pide días por duelo por la pérdida de ningún familiar. En pocas palabras, no se angustia porque jamás piensa en su finitud ni en lo que puede hacer en el tiempo que le queda (no piensa). 

En fin, el problema no es la cosa, es lo que nosotros le permitimos a la cosa hacer por nosotros y en lugar nuestro. Si algún día la IA nos permite salvar vidas, como lo logró Turing al descifrar las transcripciones del ejército nazi con su máquina, o prevenir catástrofes y evitar cataclismos, o contribuir a la crisis alimentaria y sanitaria mundial, pues bienvenida sea. Lo que nos debe inquietar no es el potencial que tiene un procesador de razonamientos, sino los usos concretos que se les quiere dar: un chip insertado en el cerebro de una persona para lograr que adelgace podría darnos el indicio para comprender que se está intentando sustituir el poder de voluntad (software que todos tenemos instalado en nuestro sistema operativo desde que somos gestados) por la comodidad que produce que un choque electromagnético a nuestras neuronas impida algo que nosotros mismos podríamos impedir. Lejos de temer al potencial de la IA, temamos mas bien a las aplicaciones concretas que de ella se quieren lograr en nosotros, por nosotros y en detrimento nuestro. Y no lo olviden, estimados amigos, es más peligrosa la máquina que puede pensar y decide no hacerlo que aquella a la que por más que le instalen diez mil millones de opciones de resolución de problemas, no puede hacerlo aunque quisiera (cosa que tampoco puede puesto que el software de la voluntad y la libertad de decisión para maquinitas aún no ha sido creado). 


miércoles, 8 de junio de 2022

“Pensando en la estafa del Leviatán sin rumbo”- Lisandro Prieto Femenía

“El día que nací, mi madre parió gemelos: yo y mi miedo”

Thomas Hobbes

Todo comenzó cuando Thomas Hobbes (1588-1679) creó una mole conceptual que tuvo injerencia inescrutable en la política moderna que cambió la forma de constituirnos como comunidades autónomas denominadas Estados. Pues bien, a lo que hoy entendemos por Estado Hobbes lo simbolizó en un Leviatán, un monstruo bíblico que representa la fuerza inmensa y desmedida de una entidad ante la cual nos tenemos que subyugar a cambio de su protección frente a enemigos externos e internos (quien se atreva a desafiarlo desde afuera, recibirá guerra, quien ose de romper el contrato social interno, sufriría las consecuencias del peso de la ley). 

En la presente oportunidad intentaremos reflexionar en torno a desprotección del gigante al cual le hemos otorgado unánimemente el poder de custodiarnos, protegernos y albergarnos, a saber, la idea de Estado. Cuando Hobbes redactó el Leviatán en 1651, ya había vivido la revolución y la guerra civil que proclamó la República y decapitó a Carlos I, Rey de Inglaterra, Irlanda y Escocia en 1649. En tal contexto, el filósofo inglés no tuvo mejor idea que pensar que lo peor que podría sucederle a cualquier comunidad organizada era abrazar la anarquía en el fulgor de las típicas ínfulas de libertad que suelen despertar las revoluciones. Ante ello, la mayor inquietud del pensador inglés podría resumirse en una pregunta práctica esencial: ¿cómo podemos hacer los seres humanos para convivir, todos juntos en un lugar, sin causarnos daño, o vivir en una situación caótica permanente?

Para dar una respuesta a semejantes tiempos convulsos, ideó una filosofía estrictamente política que se antepusiera a la amenaza precedentemente enunciada. En pocas palabras, sus ideas defendieron ideales que sostenían la tesis acerca de que solamente un gobierno lo suficientemente fuerte (necesariamente autoritario) es el que puede garantizar la vida ordenada en sociedad. Incorporó al léxico político conceptos fundamentales, como el contractualismo.

Si bien “el hombre es un lobo para el hombre”, es decir, somos todos potencialmente malvados por naturaleza, sería entonces necesario establecer ciertas reglas para que esos “lobos” puedan convivir de una manera tensamente armoniosa. El motor motivacional, en definitiva, es el miedo de ser devorados por el salvajismo propio de un “estado de naturaleza” que no conocer de códigos de conducta, de cuidado y protección y mucho menos de respeto y tolerancia: es el imperio total de la fuerza de unos sobre otros. Menuda metáfora de Hobbes para definir nuestra naturaleza, pero, les pregunto queridos lectores ¿se equivoca? Aun viviendo en pleno “Estado de derecho”, ¿no cerráis con llave su casa o coche al salir?, ¿qué son esos barrotes en vuestras ventanas?, ¿para qué están esos dispositivos que suenan tan fuerte cuando alguien irrumpe en nuestra morada?, ¿por qué hay cada vez más cámaras de seguridad en la vía pública?

Pues sí, paradójicamente, vivimos en un Estado que tiene cárceles, fuerzas de seguridad, Cortes de Justicia y letrados que condenan a criminales, delincuentes, violadores, estafadores y violentos. Sí, tenemos de todo en el cuerpo de nuestro desgastado Leviatán, el cual parece no estar pudiendo protegernos cabalmente de aquel otro monstruo bíblico, a saber, el Behemot, clara representación de la anarquía y la guerra civil. El peligro permanente y latente de la precitada bestia atenta permanentemente contra el alma (la soberanía) y la razón (las leyes y la justicia). Dichos pilares que suelen mantener en pie nuestro Estado y nuestra forma de vida, más allá de los simbolismos, se encuentran en un estado de lucha permanente por su supervivencia en el marco de un campo de batalla agónico que trasluce la interminable lucha de intereses propios de nuestra naturaleza.

Pero, si hasta el día de hoy ha pervivido el sistema representativo democrático-republicano, es porque la gran mayoría de ciudadanos (antes, súbditos) han cedido el poder de ejercer la justicia y el orden a un Estado que si bien castiga al incumplidor, garantiza el orden al cumplidor. Pues bien amigos lectores, a la vista está que el modelo está completamente quebrado por la sustancial y evidente falta de confianza de quienes cedemos el poder al sumo ente de gobernabilidad. La sensación permanente de desprotección que sienten los miembros de Estados democráticos se deja traslucir, desde hace un tiempo considerable, ante la visible imposibilidad del “monstruo” de ser efectivo y ecuánime en algunos aspectos centrales.

Para simbolizar semejante resquebrajamiento, traemos como ejemplo el siempre intemporal tango argentino titulado “Cambalache”, escrito por de Enrique Santos Discépolo y Raul Seixas en 1934, en el cual se expone un panorama sombrío de entreguerras que explicita una decadencia moral y política, aparentemente sin precedentes, de un mundo que a simple vista se muestra totalmente irresoluto. Básicamente se declara, bien al estilo de Schopenhauer, que el mundo fue, es y será una “porquería” en cuanto que siempre existieron delincuentes, personajes maquiavélicos dirigiendo nuestros destinos y estafados. Nuestros tangueros, anonadados con el Siglo XX y su asqueroso despliegue de maldad insolente, aún no podían avizorar el reinado de la perversión que haría gala en el siglo siguiente. 

Aun así, el sentimiento de una canción escrita hace casi cien años, mantiene su vigencia, en cuanto que la comunidad percibe cotidianamente y tangiblemente la estafa que representa vivir en una sociedad en la que da lo mismo ser honesto que traidor, ignorante que sabio, ladrón y estafador que generoso. ¿Acaso nos habrán borrado el horizonte con una esponja? Cuando Nietzsche realizaba su crítica a la metafísica occidental acerca de la moral platónico-cristiana occidental y hacía referencia a una decadencia se refería exclusivamente a ese sentido imposibilidad de poder contemplar un sentido: cuando la existencia no dispensa vida, reina la muerte y la decadencia, la total imposibilidad de distinción entre lo correcto y lo nefasto. Como bien sabemos, el arte en general, y la poesía y la música en particular pueden expresar sencillamente los problemas filosóficos y existenciales más críticos y amargos. En este sentido el tango logra expresar de manera sublime lo que casi todos los seres humanos sentimos cada mañana al abrir nuestros ojos, vivamos donde vivamos: “¡Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor! No hay aplazaos ni escalafón, los inmorales nos han igualado... Si uno vive en la impostura y otro roba en su ambición, da lo mismo que si es cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón”, o, en palabras de Dostoievski: “Si Dios no existe, todo está permitido”.

La falta de respeto y el atropello a la razón que representa la estafa de vivir en un sistema político y económico que en la mole legal que invisten nuestras Constituciones Nacionales aseguran la preservación y el cuidado de nuestros derechos humanos básicos, a la vez que fuera de la letra de la jurisprudencia nada se cumple con rigurosidad y persevera la hipocresía que entrona como Señores a ladrones y denigra a profesores (sobre todo de filosofía), médicos, científicos y personas probas en general, termina produciendo una herida moral en la comunidad muy difícil de subsanar, hecha carne mediante una justicia que no dispensa penas y castigos correctamente ni garantiza la libertad ciudadana; una fuerza de seguridad que no te cuida; un sistema educativo que no forma seres libres y pensantes; un sistema de salud permanentemente colapsado y un mercado salvaje que impide que un trabajador que cumple con todas sus obligaciones no pueda darle a su familia una vida digna y un sistema político representativo que, tras las elecciones, no representa a nadie.

Amigos lectores, sentirnos identificados con la clara lectura crítica de la decadencia política, moral y económica en la que estamos inmersos, cada uno desde su rincón del globo, no es suficiente. Así como Marx, en su Tesis 11 sobre Feuerbach nos decía que “hasta ahora los filósofos nos hemos encargado de interpretar al mundo, de lo que se trata es de cambiarlo”, nosotros, sí, Ud. y yo, simples ciudadanos que intentan pensar, tenemos que sentirnos parte activa de una sociedad que se corroe permanentemente por la desidia, el desinterés y la abulia cívica. En este sentido consideramos fundamental desnaturalizar el fin del tango, específicamente la prosa que versa insistiendo en que da lo mismo lo que seamos, puesto que a nadie le importa si nacimos honrados. Pues no, sí importa, sí nos tiene que importar. La clave puede estar, creo humildemente, en que los honrados, sensatos y talentosos dejen de “estar sentados a un lado” de la vida ciudadana activa (política), porque mientras los buenos se retraen, los sátrapas avanzan y sin pudor ocupan ese lugar de poder  y de decisión, el comando de mando de un Leviatán que se está quedando sin pies y sin cabeza, pero aún tiene latidos en su corazón.